2014 pasó a la historia de España por ser el año que marcó el final de un reinado, el de Juan Carlos I, y el inicio de otro, el de Felipe VI, su hijo, que accedía al trono –y, por tanto, a la Jefatura del Estado– a raíz de la abdicación de su padre, el 18 de junio. Al día siguiente, Felipe fue proclamado rey ante las Cortes Generales. El evento, como es natural, ocupó numerosos titulares en todos los medios de comunicación.
Un error frecuente que se advierte en muchos diarios por aquellos días guarda relación con la terminología del acto a través del cual el heredero accede a la condición de rey. De forma especial, señalamos La Vanguardia, ABC y El País, en cuyas páginas podemos apreciar el uso incorrecto del término “coronación”, en lugar de “proclamación”, para referirse a la ceremonia de entronización de Felipe VI. Y es que en España, a diferencia de otras monarquías, como la británica, por ejemplo, el rey no asume la Jefatura del Estado con una solemne coronación, sino con una proclamación.
Los monarcas del Reino Unido de la Casa Windsor son formalmente coronados e investidos con las joyas de la Corona, algo que no sucede en el caso español, donde las insignias reales (la corona tumular y el cetro), en tanto que son los símbolos de la Monarquía hispana, permanecen sobre un cojín granate bordado en oro. Además, la coronación es una ceremonia religiosa oficiada normalmente por el papa o, en el caso británico, por el arzobispo de Canterbury (recordemos que la reina Isabel II es también la cabeza de la Iglesia de Inglaterra).
El último rey castellano en ser coronado fue Juan I de Trastámara a finales del siglo XIV. Desde entonces, y durante la Edad Moderna y Contemporánea, los monarcas españoles han asumido la dignidad real por proclamación y aclamación mediante una ceremonia que garantiza la continuidad dinástica y evita la creación de un vacío de poder tras la muerte del soberano. Siguiendo la tradición, en todas las ciudades se alzaba el pendón o estandarte real como símbolo de reconocimiento público y colectivo de la autoridad del nuevo monarca, que era proclamado mediante la tradicional fórmula: “¡Castilla, Castilla, Castilla, por el rey, don (…), nuestro señor, que Dios guarde!” (1). En este contexto adquieren especial importancia los juramentos de fidelidad al rey, que forman parte de las ceremonias consagradas a la Monarquía desde la época medieval (2), y que se vieron afianzadas con los Habsburgo y, más tarde, con la dinastía Borbón. Estas tenían una finalidad clara: la legitimación del orden dinástico a través del reconocimiento de la figura regia como heredero y sucesor oficial de los reinos y como rey y señor natural de ellos. Así, desde el siglo XVI, cuando moría el rey de España, el nuevo monarca era jurado en un acto de fidelidad y vasallaje que se hacía por indicación de la Corona, cuya ceremonia tenía lugar en la Corte (Madrid), en la iglesia de San Jerónimo el Real. Allí, todos los príncipes, prelados, embajadores, grandes, títulos, caballeros y representantes de las ciudades de voto en Cortes estaban obligados a prestar juramento al rey.
Por todo lo expuesto, se debe emplear el término “proclamación”, y no “coronación”, cuando se hable de la Monarquía española y de las ceremonias de ascenso al trono de sus reyes desde el siglo XV hasta nuestros días.
Referencias:
(1) QUIJADA ÁLAMO, Diego, “La proclamación regia de los primeros Borbones en la ciudad de Palencia: poder, símbolo y ceremonial”, en GARCÍA FERNÁNDEZ, Máximo (ed.), Familia, cultura material y formas de poder en la España Moderna, Madrid, FEHM, 2016, pp. 593-602.
(2) NIETO SORIA, José Manuel, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid, Nerea, 1993.